Mohamed Alí Ahmed pensaba que había encontrado la panacea. Dejaría de ser pobre. Podría mantener a su familia, pagar la boda de su hermana, comprar una casa mejor y mayor que la del deteriorado barrio de Dar el Salam, en El Cairo. Podría, por fin, pedir la mano de la mujer que quiere, Dalia, con la que sueña hace años sin que ella lo sepa, porque no se atreve a decírselo dada su posición social. Podría volver a la escuela, que dejó para trabajar.
Dejaría de ser mensajero en el Café Husein, donde cobraba 20 libras al día (2,6 euros). Se iría a la zona turística de Sharm el Sheij a trabajar, y a cobrar 3.000 libras al mes (400 euros). Así se lo había propuesto Mahmud Zaki, que acudía al café al volante de un BMW.
Siete hojas de contrato
No se equivocaba: su vida iba a cambiar para siempre. Al cabo de un par de días, Zaki le hizo firmar --Mohamed no sabe ni leer ni escribir-- siete hojas de su supuesto contrato, y le llevó a un gran hospital para que le hicieran, le dijo, unos exámenes y le pusieran unas vacunas. «Me sorprendí, porque tenía buena salud. Nunca había ido al hospital. Pero me contestó que era un chequeo que debía hacerme para viajar», explica.
Le dieron unas pastillas y le pusieron un suero. Mohamed no recuerda nada de lo que ocurrió después. Al despertarse, se sentía muy débil y tenía una herida en el costado. «Me dijeron que se había roto una botella de alcohol de la mesilla de noche, me había cortado con los cristales y me habían operado para sacármelos».
Mohamed, que no tiene móvil ni teléfono en casa, se quedó cinco días en el hospital sin que nadie preguntara por él. Hasta que vino Zaki y le citó a la orilla del Nilo. Aquel día, Mohamed esperó cinco horas. Zaki nunca llegó. El tiempo pasaba y Mohamed seguía débil. Al mes siguiente, se desmayó y cayó por la escalera de su casa. Lo que le había pasado lo supo cuando, al examinarlo con rayos X, su médico le informó de que le faltaba el riñón derecho.
La historia de este joven de 21 años es solo un caso entre varios centenares en Egipto, el tercer país del mundo en tráfico de órganos, tras China y Pakistán, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Esta estima que entre el 5% y el 10% de los 63.000 transplantes efectuados cada año pasan por las redes paralelas.
Unos 3.000 visitantes extranjeros --del Yemen, Arabia Saudí, Libia y Jordania-- acuden cada año a Egipto para hacerse un trasplante. Están dispuestos a pagar un precio alto por un órgano sano.
En Egipto, la venta de órganos está prohibida. Pero la elevada demanda alimenta un mercado negro donde intermediarios, clínicas y cirujanos hacen su agosto. Por un riñón el donante recibe entre 1.300 y 2.600 euros, pero al que lo necesita le puede costar hasta seis veces más.
Los compradores están al alcance de la mano. Basta mirar los pequeños anuncios en los diarios, por internet, o en la calle. La pobreza extrema incita a muchos a vender parte de su cuerpo.
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Dejaría de ser mensajero en el Café Husein, donde cobraba 20 libras al día (2,6 euros). Se iría a la zona turística de Sharm el Sheij a trabajar, y a cobrar 3.000 libras al mes (400 euros). Así se lo había propuesto Mahmud Zaki, que acudía al café al volante de un BMW.
Siete hojas de contrato
No se equivocaba: su vida iba a cambiar para siempre. Al cabo de un par de días, Zaki le hizo firmar --Mohamed no sabe ni leer ni escribir-- siete hojas de su supuesto contrato, y le llevó a un gran hospital para que le hicieran, le dijo, unos exámenes y le pusieran unas vacunas. «Me sorprendí, porque tenía buena salud. Nunca había ido al hospital. Pero me contestó que era un chequeo que debía hacerme para viajar», explica.
Le dieron unas pastillas y le pusieron un suero. Mohamed no recuerda nada de lo que ocurrió después. Al despertarse, se sentía muy débil y tenía una herida en el costado. «Me dijeron que se había roto una botella de alcohol de la mesilla de noche, me había cortado con los cristales y me habían operado para sacármelos».
Mohamed, que no tiene móvil ni teléfono en casa, se quedó cinco días en el hospital sin que nadie preguntara por él. Hasta que vino Zaki y le citó a la orilla del Nilo. Aquel día, Mohamed esperó cinco horas. Zaki nunca llegó. El tiempo pasaba y Mohamed seguía débil. Al mes siguiente, se desmayó y cayó por la escalera de su casa. Lo que le había pasado lo supo cuando, al examinarlo con rayos X, su médico le informó de que le faltaba el riñón derecho.
La historia de este joven de 21 años es solo un caso entre varios centenares en Egipto, el tercer país del mundo en tráfico de órganos, tras China y Pakistán, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Esta estima que entre el 5% y el 10% de los 63.000 transplantes efectuados cada año pasan por las redes paralelas.
Unos 3.000 visitantes extranjeros --del Yemen, Arabia Saudí, Libia y Jordania-- acuden cada año a Egipto para hacerse un trasplante. Están dispuestos a pagar un precio alto por un órgano sano.
En Egipto, la venta de órganos está prohibida. Pero la elevada demanda alimenta un mercado negro donde intermediarios, clínicas y cirujanos hacen su agosto. Por un riñón el donante recibe entre 1.300 y 2.600 euros, pero al que lo necesita le puede costar hasta seis veces más.
Los compradores están al alcance de la mano. Basta mirar los pequeños anuncios en los diarios, por internet, o en la calle. La pobreza extrema incita a muchos a vender parte de su cuerpo.
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